Creo que fueron sus coletas
las que me enamoraron. O la bofetada que me propinó cuando, acercándome a su
cuello, en ese minúsculo espacio compartido con un lunar, le besé. Algo sucedió
porque, desde entonces, me convertí en la diana de sus dardos. Dijeron que
comenzó a fumar cuando supo de mi asma y que se casó con el tipo más indeseable
del barrio por darme celos.
Sufrí, pero años después, cuando
nos reencontramos y me pidió una oportunidad, solo pude contestar afirmativamente.
Hace tiempo que se marchita.
A los chicos no hemos querido preocuparles con malas noticias. Insistieron tanto
en costearnos este viaje, que se lo debemos.
He sido feliz y ella, a su
manera, también. Me ha abrazado nada más arrancar el tren y he sentido esos
ojos de caramelo recorriéndome. Sabe que le queda poco y necesita sincerarse. Pedirme
perdón por cada una de las veces que consiguió herirme. Le he rogado que
callara. Primero, con besos y, luego, cubriendo su aliento con mi mano. Comprimiéndolo.
Silenciándolo para siempre. Después, he ingerido algo en cantidad suficiente para
no volver a despertar. Me supo amargo, casi tanto como escuchar de sus labios
que yo no era el padre.
Participando en ENTC