«He tomado una decisión y es
inapelable, inamovible, inevitable, ineludible y necesaria. Cuando den las
cinco, las cuatro en Canarias, me marcharé de la que ha sido mi casa durante
años, y nada ni nadie lo podrán impedir. Es tiempo de volar por mí mismo. Estoy
más que harto de tanta norma estúpida y de tanta clausura. Hoy, por primera vez
en mi mecánica existencia, tomaré las riendas de mi vida y será a las cinco de la
tarde. ¿Por qué precisamente a las cinco? No es una elección arbitraria y tengo
dos razones bien meditadas y de peso suficiente. La primera, por hacerlo
poético; siempre me gustó Lorca y aún recuerdo el eco de los versos en el llanto amargo por Sánchez Mejías y la
segunda, porque odio el olor del té desde que alcanzo a recordar.
Si por alguien lo voy a
sentir es por Clarita, la pequeña de la casa, que siempre me observa con su
carita embobada.
Cinco menos cuarto y estoy
listo; en poco más de quince minutos me libero. Ya están todos preparados en el
salón para tomar el té. ¡Cómo aborrezco ese olor! La maquinaria del tiempo ha
comenzado ya su cuenta atrás…»
Cinco en punto de la tarde.
El pajarito del reloj de cuco saltó de su casita lanzándose al vacío y
estampándose brutalmente contra el suelo. En el salón, tras el estruendo
inicial del golpe, bajaron de nuevo sus miradas a las tazas y prosiguieron
tomando su té como si nada. “Ya comparemos otro, como te dije este viejo cuco
daba problemas”.
Entretanto, Clarita comenzaba a muequear un inicio de llanto.
Entretanto, Clarita comenzaba a muequear un inicio de llanto.