Aquella pieza interpretada por sus prodigiosas manos, sonaba especial.
Los ojos cerrados. Los cabellos claros recogidos en la nuca. La cabeza siguiendo las notas, dibujando las líneas del pentagrama con un compás marcado, en perfecta sincronización. Su nombre, Mary Louise Rock. Curioso apellido para una intérprete de música clásica.
Acudir a aquella audición había sido nuestro regalo de aniversario. Meses atrás adquirimos las entradas que, en tan solo unos días, se agotaron. Era tal la expectación, por escuchar a Mary Louise, que se dispuso su retransmisión por radio. El Auditorio fue habilitado para un gran número de seguidores pero quedó insuficiente, ante la descomunal demanda.
¿Qué hacía tan especial a esta concertista de piano?. Primero, la sensibilidad con que vivía la música. Segundo, por la porción de alma que ponía esta mujer en cada nota y tercero, porque éste sería su último concierto.
Tenía alrededor de cincuenta años y, desde los tres, estudiaba el instrumento a diario. Aún ahora, siendo una virtuosa, le dedicaba más de diez horas al día. ¿Por qué una mujer con tanto éxito iba a dejar la música? Quizá ya tenía dinero suficiente para vivir dos vidas sin tener que trabajar… Pero ¿dónde quedaba el amor a la música? ¿y las horas empleadas en llegar a ser la número uno?.
En los palcos y butacas nadie se movía. Los ojos fijos en el escenario. Silencio acariciado por las suaves notas que Louise creaba en su piano. Explosión de magia, hechizos y sentimientos de miles de personas y, dirigiendo esta sinfonía, ¡ella!: la mejor concertista de piano de todos los tiempos.
Una vez concluyó, se quedó inmóvil con los ojos abiertos mirando su piano. Ése que tantas satisfacciones le había dado. Le cayeron lágrimas. Inspiró con fuerza; cerró la tapa y se puso en pie frente al público… En ese instante explotó la emoción acumulada durante horas en forma de aplausos y gritos de ¡bravo!. La sala, en pie, le vitoreaba tan fuerte que Mary Louise se hubo de llevar varias veces las manos a los oídos… como si ello le doliera.
Quince minutos de aplausos y ovaciones, que la artista agradecía inclinando la cabeza y señalando con sus manos el corazón para, después, lanzarlo a toda la sala. Besó sus manos para, más tarde, con un soplido enviar el beso a todo el público congregado allí.
Louise pidió silencio en varias ocasiones, para dirigirse al Auditorio, pero le resultó imposible enmudecer a tantos fieles. Con sus manos hacía lo mismo; intentaba silenciarlo… Poco a poco la sala fue quedando callada y ella tomó en sus manos un micrófono para despedirse de su público, al que tanto amaba y al que tanto debía.
“Buenas noches. En primer lugar ¡gracias!. Hoy es mi último concierto… No tenéis idea del dolor que significa para mí, dejar lo que ha sido mi vida desde que alcanzo a recordar…
Hace un año tomé una decisión y, ahora, ésto es la consecuencia de aquello.
Soy sorda desde los once años. He tocado el piano porque recuerdo todos y cada uno de los sonidos que emite. Cuando supe que iba a perder el oído lo estudié y lo memoricé todo… Y, creo, que no lo he hecho tan mal a juzgar por vuestros aplausos…”
De nuevo una ovación cerrada, atronadora, mayor incluso que la anterior. Nuevamente, el público en pie, ahora con los ojos vidriosos y una emoción espesa, extendida a cualquier recoveco. Los allí presentes, queríamos seguir escuchando el epitafio que Mary Louise iba a poner sobre su vida de pianista, pero le estábamos tan agradecidos por tantos años de placeres musicales que, realmente, era bien difícil mantenernos mudos.
Cuando, de nuevo, volvió el silencio prosiguió:
“Bien seguro os preguntaréis cómo fui capaz de interpretar música, e incluso componer, durante tantos años… Y la respuesta es bien sencilla: “porque no hubo nadie que me dijera que no podía hacerlo… que no iba a ser capaz”. Mis padres se limitaron a “dejarme hacer”. Y esto podéis adoptarlo como lección para vuestras vidas. (Silencio).
Hace años, la nostalgia por querer oír de nuevo el sonido de la música, me hizo visitar médicos que trabajan en “devolver el oído” y me operaron. Me implantaron un chip en el cerebro. Funcionó. Estoy feliz porque he vuelto a oír la voz de mis padres. He escuchado por vez primera la de mi marido y mis hijos… Pero mi oído no aguanta los sonidos que emite mi piano. Noto dolor, un dolor inmenso cuando lo toco. Por eso esta noche ha sido mi última noche.
Parece una ironía del destino… Operarme para escuchar la música y mi oído se encuentra tan dañado que ésta me hace daño… Me duele mi piano.
Sin embargo he podido oír a mis seres más queridos y oiré, cuando sea abuela, a mis nietos…
Gracias por todos estos años de felicidad”.
Así concluyó la noche de mi aniversario, con un sabor agridulce y una reflexión acerca del desconocido, para mí, mundo del silencio. La ausencia de sonido; discapacidad que pasa desapercibida para el común de los mortales pero que causa dolor y desatención, precisamente, por su invisibilidad.
PD: Dedicado a una persona increíble que conocí hace dos años y me ha hecho plantearme muchas cosas nuevas en mi vida...