Amanda,
o alguien que se le parece
Encontrar romántico el
simple hecho de quedar un lunes a eso de las seis en El Retiro, como cuando
empezaron de novios. Pasear en silencio, aspirar el murmullo de la hierba.
Sentarse en su banco frente al lago. Temblar, como el primer día, al sentir que
Amanda acaricia sus manos y le pide que le mire a los ojos. Escuchar como ella le
confiesa que se ha enamorado de otro. Que lo siente. Que siempre serán amigos.
Que encontrará a alguien mejor... Aceptar la ruptura con deportividad. Estas
cosas pasan. Acompañarla hasta el metro, hacerse el fuerte y despedirla con un beso.
Llorar. Enterrar el anillo junto a un olmo, perder su trabajo. Llorar. Olvidarse
de pagar al casero y regresar cada domingo al parque. Vestir, aunque deslucida
y rota, la misma ropa de entonces. Creer reconocerla en cada mujer que pasea y,
como un loco, gritar su nombre. Imaginar que es Amanda, o alguien que se le
parece, quien se gira y arroja con desdén unas monedas al suelo. Emocionarse
con semejante muestra de afecto, con verla tan bonita, con pensar que sigue
recordándolo y exhibir orgulloso al mundo su sonrisa desdentada.
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